miércoles, 22 de junio de 2016

Inquieta compañía. Carlos Fuentes. Alfaguara.

FRASES:

Un actor de teatro me libera de la esclavitud de la imagen filmada.

Sus actos debían revelar sus palabras, pues estas no eran más que sus pensamientos verbalizados y un pensamiento no necesita decirse para entenderse.

La ilusión teatral era eso. Espejismo, engaño, fantasma de sí mismo. 

La latinidad cuando no es ejercicio que perfecciona la envidia, es complicidad nutrida por el sentimiento de que, siendo culturalmente superiores, recibimos trato de segundones en tierras imperiales.

Me pregunto: es la necesidad tan loable como la paciencia o la bondad. 

Ningún latino se ha muerto de soledad, eso se lo dejamos a los escandinavos. Somos capaces de desterrar la soledad con el sueño y suplir la compañía con la imaginación. 

¿No era, precisamente el amor nunca consumado el más ardiente de todos, el más condenado, también, por los padres de la Iglesia porque inflamaba la pasión a temperaturas de pecado?

Sabiduría eclesiástica, esta que pontificaban los jesuitas en mi escuela mexicana: el sexo consumado apacigua primero, luego se vuelve costumbre y la costumbre engendra el tedio.

Dicen que primero estaba prohibido creer en las brujas y los endemoniados. Recuerdan que fue la Iglesia la que obligó a creer en ellos y castigarlos.

De vieja, la vida se ve distinta. Una ya no busca compañía. Se la imponen a una. Queda una en manos ajenas. Manos extrañas. Todo por el pecado de ser vieja.

L'hambre mata. L'hambre manda.

La curiosidad es una pasión demasiado inquieta, muchacho.

¿Cuál era, entonces, la ventaja de la mujer? Yo no era ingenuo. Si una mujer se deja derrotar en un campo, es porque está ganando en otro. 

Un libro perfecto sería ilegible. Sólo lo entendería, si acaso, Dios.

Y es que en México, a pesar de todas las apariencias de modernidad, nada muere por completo. Es como si el pasado sólo entrase en receso, guardando en un sótano de cachivaches inservibles. Y un buen día, zas, la palabra, el acto, la memoria más inesperada, se hacen presentes, cuadrándose ante nosotros, como un cómico fantasmal, es espectro de Cantinflas tricolor que todos los mexicanos llevamos dentro, diciéndonos:
-A sus órdenes, jefe.

Hay algo que margina toda información o teoría sobre el desierto de Chihuahua. Este no es el desierto. Es el asombro. La tierra extrae una belleza roja de sus entrañas, como si sólo al anochecer sangrara. Las enormes cactáceas se recortan hasta perder otra consistencia que no sea su propia silueta.

Cómo añoré en ese instante los movimientos libres del puro azar, la medida de lo jamás previsto que se va filtrando día a día en nuestras vidas, confundido con la necesidad, hasta configurar un destino. 

Ocupar un cuerpo vacío es vocación de fantasmas.

La ventaja de vivir mucho es que se aprende más de lo que la situación autoriza.

Me levanto de la cama, esa noche precisa, pensando, ¿Me faltó decir o hacer algo? ¿Cómo lo voy a saber si Asunción no me lo dice? ¿Y cómo me lo va a decir, si su mirada después del coito se cierra, no me deja entrever siquiera si de verdad está satisfecha o si quiere más o si en aras de nuestra vida en común se guarda un deseo porque conoce demasiado bien mis carencias?

Lo que me asaltaba era una sensación de melancolía intensa: el mejor momento del amor, ¿es el de la melancolía, la incertidumbre, la pérdida? ¿Es cuando más presente, menos sacrificable a las necesidades del celo, la rutina, la descortesía o la falta de atención, sentimos el amor?


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