sábado, 18 de julio de 2020

El Príncipe. Nicolás Maquiavelo. Ediciones Coyoacán S.A. de C.V. 2002

El Príncipe. Nicolás Maquiavelo. Ediciones Coyoacán S.A. de C.V. 2002

Para conocer bien la naturaleza de los pueblos hay que ser príncipe y para conocer la de los príncipes hay que pertenecer al pueblo. ***

Así pasa en las cosas del Estado: los males que nacen de el, cuando se los descubre a tiempo, lo que sólo es dado al hombre sagaz, se los cura pronto; pero ya no tienen remedio cuando, por no haberlos advertido, se los deja crecer hasta el punto de que todo mundo los ve.

Para evitar una guerra, nunca se debe dejar que un desorden siga su curso, porque no se la evita, sino se la posterga en perjuicio propio.

El que ayuda al otro a hacerse poderoso causa su propia ruina. 

El innovador se transforma en enemigo de todos los que se beneficiaban con las leyes antiguas, y no se granjea sino la amistad tibia de los que se beneficiarán con las nuevas.

Pues se engaña quien cree que entre personas eminentes los beneficios nuevos hacen olvidar las ofensas antiguas.

Los hombres ofenden por miedo o por odio.

Las ofensas deben inferirse de una sola vez para que, durando menos, hieran menos; mientras que los beneficios deben proporcionarse poco a poco, a fin de que se saboreen mejor. 

Los hombres se sienten más agradecidos cuando reciben bien de quien sólo esperaban mal.

Un príncipe hábil debe hallar una manera por la cual sus ciudadanos siempre y en toda ocasión tengan necesidad del estado y de él. Y así le serán siempre fieles.

Son tan variables las cosas de este mundo que es imposible que alguien permanezca con sus ejércitos un año sitiando ociosamente una ciudad.

Está en la naturaleza de los hombres el quedar reconocido los mismo por los benéficos que hacen que por los que reciben.

Ahí donde hay buenas tropas por fuerza ha de haber buenas leyes.

No es victoria verdadera la que se obtiene con armas ajenas.

Hay tanta diferencia entre cómo se vive y como se debería vivir que aquel que deja lo que se hace por lo que debería hacerse marcha a su ruina en vez de beneficiarse; pues un hombre que en todas partes quiera hacer profesión de bueno es inevitable que se pierda entre tantos que no lo son. 

Surge de esto una cuestión: si vale más ser amado que tenido, o temido que amado. Nada mejor que ser ambas cosas a la vez; pero, puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha de faltar una, declaro que es más seguro ser temido que amado. 

Como el amar depende de la voluntad de los hombres y el temer de la voluntad del príncipe, un príncipe prudente debe apoyarse en lo suyo y no en lo ajeno; pero, como he dicho, tratando siempre de evitar el odio.

Hay dos maneras de combatir: una, con las leyes; otra, con la fuerza. La primera es distintiva del hombre; la segunda, de la bestia. Pero, como a menudo la primera no basta, es forzoso recurrir a la segunda. 

Los hombres son tan simples y de tal manera obedecen a las necesidades del momento, que aquel que engaña encontrará siempre quien se deje engañar.

Los hombres, en general, juzgan más con los ojos que con las manos, porque todos pueden ver, pero pocos tocar. Todos ven lo que pareces ser, más pocos saben lo que eres; y estos pocos no se atreven a oponerse a la opinión de la mayoría, que se escuda detrás de la majestad del Estado.

Al que no le importa morir, no le asusta quitar la vida a otro. 

Es más fácil conquistar la amistad de los enemigos, que lo son por que estaban satisfechos con el gobierno anterior, que la de los que, por estar descontentos, se hicieron amigos del nuevo príncipe y le ayudaron a conquistar el estado.

Nadie hace tan estimable a un príncipe como las grandes empresas y el ejemplo de estas virtudes. 

Y siempre verás que aquel que no es tu amigo te exigirá la neutralidad, y aquel que es amigo tuyo te exigirá que demuestres tus sentimientos con las armas. 

Acontece en el orden de las cosas que, cuando se quiere evitar un inconveniente, se incurre en otro. 

Hay tres clases de cerebros: el primero discierne por sí; el segundo entiende lo que los otros disciernen, y el tercero no discierne ni entiende lo que los otros disciernen.

Un príncipe que no es sabio no puede ser bien aconsejado y, por ende, no puede gobernar, a menos que se ponga bajo la tutela de un hombre muy prudente que lo guíe en todo.

Las únicas defensas buenas, seguras y durables son las que dependen de uno mismo y de sus virtudes.

Dios no quiere hacerlo todo para no quitarnos el libre albedrío ni la parte de gloria que nos corresponde.

Comentario: Texto demasiado actual. FRL 


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